El discurso más o menos oficial de los “tradicionalistas” católicos explican que el liberalismo lleva a una sociedad capitalista, en el que el egoísmo individualista de los empresarios llevan a un mundo feroz, a un individualismo radical e insolidario. En fin, a la selva del todos contra todos.
Pero, con este discurso, trata solamente de engañarnos vilmente. Este discurso es solo parte del discurso liberal dominante y sirve para anestesiar cualquier visión mínimamente crítica de la realidad.
El liberalismo a lo que lleva en realidad es al Estado totalitario, a la socialdemocracia o al socialismo puro y duro (donde el Estado absorbe la mayor parte de la riqueza social generada). Nos guía a una sociedad de masas en las que el individuo solo obedece ciegamente a unos poderes que determinan cualquier valor, y que, como el agua en el río, se mueve en la misma dirección que el resto del agua, sin posibilidad de disidencia alguna.
El hombre bajo el liberalismo, sin Dios, sin Patria y sin Familia es como un náufrago en mitad del océano: no tiene nada a que agarrarse. Y entonces el Estado aparece como un faro de seguridad, de promesas de racionalidad que ofrecen un paraíso terrenal de seguridad y bienestar, y el pobre naufrago se agarra a él con la desesperación del que se ahoga y encuentra un salvavidas.
El liberalismo por tanto en absoluto nos aboca a la ley de la selva, y al contrario lo que constituye son grandes y domesticados rebaños de mensas ovejas que sirven de alimento a lobos disfrazados de pastores. Es la vieja religión del culto al emperador.